Repercusiones de un discurso.

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Nadie puede negar que el Instituto de hoy está en una profunda crisis, y no una financiera ni organizacional sino una crisis de identidad. ¿Qué significa ser Institutano? Al parecer lo que significaba ayer no es lo mismo de hoy, no sólo por el obvio avance del tiempo y el cambio generacional sino porque la institución está pagando en estos días por uno de los más asquerosos delitos intelectuales, una violación y usufructo de décadas de ignorancia y procrastinación. El manoseo sin pudor de nuestra historia, la identidad de todos nosotros.

Me repugna oir la afamada frase de Camilo Henríquez, el gran fin del Instituto, en cada discurso, panfleto, proyecto y apología. Así como también me desagradan esos 18 retratos del pasillo dispuestos a modo de santuario. Porque el Institutano de hoy llega hasta el retrato con la frase bonita y no sabe lo que se esconde tras sus polvorientos marcos. Gracias doy por estos nuevos jóvenes que han sido capaces de observar de primera línea ese chovinismo rancio en la sala de clases que cae incluso en un tipo de fascismo institucional. Todo enmarcado por una ignorancia brutal de la historia de la Institución, camuflada con discursos y frases clichés.

Soy un testigo de los hechos desde hace ya una década y me enorgullece conocer la historia real de la institución, y no aquella que te enseñan cuando entras. Esta perspectiva me ha hecho descubrir al Instituto pobre que no tenía plata ni para comprar útiles y que sin embargo iluminaron con esfuerzos y resultados la historia de la educación chilena en el siglo XIX y XX. Me gusta el Instituto de antaño porque en este no rondaban los dioses, sino porque se paseaban en los pasillos los más grandes educadores, historiadores y sabios con un solo propósito en mente, el de educar. Propósito que ahora es un aspecto, al parecer,  secundario de la vida  del colegio opacado por una burocracia obsoleta y un plan de estudios desactualizado. El Instituto ha perdido su luz propia y brilla con los reflejos de un pasado distante.

¿Dónde se fueron las reformas educativas vanguardistas y los planes de estudios revolucionarios? miro al pasado y me siento humillado, no enorgullecido. Qué ganas tengo de resucitar a Barros Arana y pedirle un consejo para el Instituto, uno solo siquiera para poder tener la experiencia que tanto se echa de menos en el colegio. Ese tacto sutil pero poderoso, ese consejo sabio del pasillo, de formadores y pedagogos, no de burócratas e instructores. Recuerdo con nostalgia que corríamos a la sala para escondernos, no del inspector de pasillo, sino del mismísimo rector que rondaba hasta la última sala del sexto piso. Esa deferencia con el jóven, nutrida de la experiencia de los años de trabajo pedagógico  e intelectual. Miro al pasado y no veo el mismo colegio.¿En qué momento pasaron los pedagogos a convertirse en instructores y las autoridades en dioses laureados de coronas ajenas?

El éxito del Instituto se basa en ser la casa intelectual de una gran familia, donde tienes miles de hermanos, sabios padres y madres a quienes pedirle aviso. Parece que se les ha olvidado que la célula madre del colegio no reside en las oficinas ni en los altos cargos. Porque la energía que mueve al Instituto debe ser la clase y la educación, la enseñanza y el aprendizaje. Procesos a los cuales se debe adaptar una administración efectiva y que regule las necesidades educativas de una comunidad no sólo poblada de alumnos, sino también de otros institutanos que deseamos traspasar nuestra experiencia a los más jóvenes. Experiencia que es válida desde todo punto de vista porque aporta diversidad y genera debate, eje ícono de la tradición del Instituto.

Me molesta que se subestime la educación, pedimos recursos y nos olvidamos de que eso juega en función de la manera en la que educamos a nuestros jóvenes y en la que se forman los docentes, no viceversa. Me sorprendió ver hace un par de días, en el archivo el Instituto, una carta del Rector Juan Espejo al ministro de educación reclamando por una suerte de nueva clase de profesores que ahora se formaban para educar y que venían a reemplazar a los viejos catedráticos sin técnica moderna de enseñanza. ¿Nos hemos preguntado acaso si el problema de la educación chilena no es culpa de quién la administra sino de la sala de clases? ¿O acaso se caería una casa si tuviera un buen cimiento? Nos falta cuestionar al aula y replantearla, en base a la tajante evidencia de los malos resultados chilenos en mediciones internacionales como PISA. Dejemos de dar por sentado un paradigma educativo que dejó de funcionar hace tiempo, y que nadie puede camuflar con becas ni miles de millones de pesos.

Soy un creyente en que los alumnos del Instituto sostienen hoy al colegio, porque sin duda siguen siendo tierra fértil en donde cultivar. Alumnos que ganan premios y se destacan, no en la sala de clases sino en las academias, porque en ellas les brota todo aquello que se necesita para ser bueno en algo: la vocación, esa pasión de hacer y desvelarse por lo que uno ama. Créanme que los institutanos de las academias son quienes nos están dando el ejemplo, los deportistas, los músicos, los filósofos y los científicos. ¿Porqué un joven de 16 años se quedaría en el colegio horas extras trabajando para sacar una pieza musical o para conducir un programa radial? Eso es lo que diferencia al institutano de los otros jóvenes chilenos que huyen de la sala apenas pueden. Me gustaría que en todos los colegios de chile ebulleran las orquestas y los científicos de uniforme, porque en ellos reside el futuro de la educación chilena, en la pasión que no se puede medir con el estandar ni comprar con dinero.

Más de alguna vez nos han criticado y tildado de chovinistas, pero soy un convencido que cree que no se puede ser tal si se conoce la historia sin maquillajes, y de manera objetiva y diversa. Patrimonio Institutano nació de una simple conversación con una profesora de arte que no sabía que Pedro Lira fue ex alumno y su colega antecesor, ahí fue cuando nos dimos cuenta que algo estaba mal. Nunca deidificamos a los de siempre y resaltamos al anónimo; a hombres como Elías Fernández quien fue presidente de la república por un mes, pero un hijo destacable de la patria toda su vida. Nuestra páginas en las redes sociales son una adaptación de la cultura institutana en versión de 140 caracteres que completamos cada día con las Crónicas de Boero y los textos de Amunátegui en el velador.

Espero con ansias que estos doscientos años los celebremos no con un corte de cinta ni una frase repetida, sino con un cambio de conciencia y paradigma. El instituto no es lo que es por el conformismo sino porque siempre hemos buscado mejorar al colegio porque sabemos que con ese simple gesto podemos modificar toda la educación chilena, no lo digo de chovinista, lo dice la historia, porque ya ha pasado antes y depende de nosotros que pase de nuevo. Aprovechemos la oportunidad y transformemos cada escuela chilena en un Instituto Nacional, no por su añeja retórica sino por una innovación que nos permita darle oportunidades de surgir a aquellos no tuvieron la posibilidad de entrar a este club de puerta cerrada, para que se abra y pueda volver a iluminar la nación. Eso es ser Institutano.

Mario A. Jerez-Caro
Director de Ediciones Patrimonio Institutano.

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